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De libros, ciencia y burocracia

Muntanyes Haraz, al Iemen. Autor: Rod Waddington (CC BY-SA 2.0)
Muntanyes Haraz, al Iemen. Autor: Rod Waddington (CC BY-SA 2.0)

En este comentario post-Sant Jordi, me quisiera referir a unos pocos grandes libros de viajeros naturalistas quizás menos conocidos pero de enorme calidad e interés.

Il·lustració del HMS Beagle a l'estret de Magalhães per a la revista The Popular Science Monthy, de R.T. Pritchett (1890). Font: Wikipedia
Ilustración del HMS Beagle en el estrecho de Magalhães para la revista The Popular Science Monthy, de R.T. Pritchett (1890). Fuente: Wikipedia

En su inmenso tratado Ecología (1974, Omega, Barcelona), Ramon Margalef cita cuatro raíces de esta ciencia: 1) Descripción y ordenación del paisaje geográfico; 2) Cuestiones prácticas de agricultura, ganadería, etc. ; 3) Fisiología y etología; y 4) Demografía. En el primer punto, recuerda la importancia de los grandes exploradores al constatar la variación de floras y faunas en los diferentes territorios. También menciona los trabajos ecológicos de grandes naturalistas y viajeros como Darwin, Wallace o Bates. En este comentario post-Sant Jordi, me quisiera referir a unos pocos grandes libros de viajeros naturalistas quizás menos conocidos pero de enorme calidad e interés.

El primero habla del viaje de Darwin, pero es sobre todo una biografía del comandante del Beagle, Robert FitzRoy: en versión castellana se titula Hacia los confines del mundo, de Harry Thompson (ed. Salamandra) y se puede encontrar en formato e-book. Se trata de un libro apasionante, que se lee como una novela (es una biografía novelada). Descubrimos que FitzRoy, que alcanzó el mando a los 23 años, aunque tenía la misión de cartografiar las costas de la Tierra del Fuego, quería además demostrar, hombre de fe, que El Génesis tenía razón y, persona de ideas nobles, que todos los humanos eran iguales. El relato de la amistad con Darwin, y los problemas que aparecieron entre ellos cuando Darwin comenzó a comprender que el Diluvio no podía explicar los sucesivos niveles de fósiles y los cambios de especies, es fascinante, pero el libro también nos habla del FitzRoy que creó la previsión meteorológica, estableciendo la primera red de observatorios para facilitar al Reino Unido la toma de medidas contra las tormentas atlánticas.

Si las narraciones usuales hacen de FitzRoy un tipo de creencias dogmáticas, en este libro aparece como una personalidad mucho más compleja, un antiesclavista convencido, un cartógrafo y meteorólogo y un eminente navegante a quien la Marina inglesa acabó negándose a darle un barco y lo envió a una misión imposible como gobernador de Nueva Zelanda…

Muntanyes Haraz, al Iemen. Autor: Rod Waddington (CC BY-SA 2.0)
Montañas Haraz, en el Yemen. Autor: Rod Waddington (CC BY-SA 2.0)

Otro libro extraordinario es del año 1962, Arabia felix: the Danish expedition of 1761 a 1767 (yo he leído la versión francesa, La mort en Arabie, pero el original es danés), del escritor Thorkild Hansen. La expedición la patrocinó el rey Federico V de Dinamarca i la encabezó Carsten Niebuhr. Iba en ella Peter Forskál, que era uno de los discípulos más prometedores de Linneo, un botánico. Les costó dos meses ir de Dinamarca a Gibraltar, por las tormentas y, ya en el Mediterráneo, fueron secuestrados por piratas. Una vez llegados al Yemen, recogieron mucho material que enviaban a Copenhague, pero el ministro que les había enviado perdió el cargo y las cajas quedaron sin abrir. El material se pudrió y quedó inservible.

Por suerte, muchas de las plantas fueron al herbario de Sir Joseph Banks y luego al Museo de Historia Natural de Londres y los hallazgos de Forskál se publicaron doce años después de su muerte. Von Haven, filólogo, murió en Yemen; Forskál, el dibujante Baurenfeind, el zóologo Christian Cramer i el auxiliar Berggren murieron, seguramente de malaria contraída en Yemen mientras viajaban hacia la India o ya allí. Niehbur  decidió continuar y fue a Persépolis para copiar las inscripciones en piedra bajo un sol terrible. Cuando regresó, estaba ciego.

Portada del llibre Flores para el Rey, d'Arthur R. Steele. La pintura és Cattelya Orchid with Three Brazilian Hummingbirds, de Martin Johnson Heade (1871).
Portada del libro Flores para el Rey, de Arthur R. Steele. La pintura es Cattelya Orchid with Three Brazilian Hummingbirds, de Martin Johnson Heade (1871).

Fueron héroes de la ciencia que se vieron tan abandonados por su país como los miembros de la expedición descrita en la excelente Flores para el Rey: las expediciones de Ruíz y Pavón y la Flora del Perú (1777-1788), de Arthur R. Steele (Ediciones del Serbal, Barcelona 1982; el original inglés es de 1964). Hipólito Ruíz y José Antonio Pavón fueron enviados por Carlos III a estudiar las plantas del Nuevo Mundo, de hecho las de Chile y Perú, con un especial interés por la quinina. Los expedicionarios recogieron miles de muestras e hicieron miles de dibujos. Parte del material se perdió en el naufragio del San Pedro de Alcántara, parte se quemó en Máncora en un incendio. Después de extraordinarias aventuras y momentos muy difíciles, los expedicionarios regresaron a España aún con un montón de material. Quedan en el Jardín Botánico de Madrid unos diez mil pliegos de herbario y 2.254 dibujos, así como publicaciones (la parte publicada de la Flora Peruviana et Chilensis sobre todo) en las que describieron buen número de especies nuevas.

Pero los tiempos ilustrados de Carlos III, en que España tuvo un papel en el mundo de la ciencia, habían quedado atrás. Carlos IV no tenía interés en el tema, los botánicos quedaron sin sueldo ni lugar donde trabajar y se pelearon con los otros botánicos españoles, entre ellos Cavanilles, que no seguían, según Ruíz, fielmente el sistema de Linneo… Un cúmulo de miserias. El último superviviente, Pavón, vivió bajo Fernando VII, después de pasar la guerra de la Independencia, y terminó en la miseria. La Flora quedó inacabada. Otro expedicionario, Tafalla, se quedó en Perú, pero también pasó muchas dificultades. Sin embargo, ésta fue la expedición más «exitosa» de científicos españoles a América.

Meandres del riu Amazones al Parc Nacional d'Anavilhanas, a l'Amazònia del Brasil. Autor: Lincoln Barbosa (CC BY-SA 3.0)
Meandros del río Amazonas en el Parque Nacional de Anavilhanas, en la Amazonia del Brasil. Autor: Lincoln Barbosa (CC BY-SA 3.0)

La cuarta y última recomendación es El Río: Exploraciones y Descubrimientos en la selva amazónica, de Wade Harris (Pre-Textos, Valencia 2004, el original inglés, One River, es de 2001, se encuentra en e-book). Narra las expediciones de los etnobotánicos Richard Evan Schultes (profesor en Harvard que, entre 1941 y 1953, fue enviado inicialmente como parte de un programa para obtener caucho, un material estratégico la carencia del cual podía paralizar la maquinaria bélica norteamericana) y, más tarde, de su discípulo Timothy Plowman con el propio Harris (entre 1974 y 1975). Harris era amigo íntimo de Plowman y se sintió motivado a escribir el libro después de la muerte de éste en 1989.

También en este caso, la burocracia hizo inútil buena parte del trabajo científico: el programa del caucho se abandonó y la defensa que Plowman hizo sobre la cultura de la coca y su papel en la dieta de los agricultores no evitó los intentos de destrucción sistemática de las plantaciones por el gobierno de Estados Unidos. El libro no es sólo atractivo por el interés de Schultes en el peyote y otras plantas alucinógenas, sino sobre todo por la gran categoría científica de los protagonistas, su enorme coraje y la habilidad narrativa de Harris. Recientemente, se ha estrenado un film parcialmente inspirado en la búsqueda por Schultes de cierta planta ‘sagrada’, con el título de El abrazo de la serpiente.

El comandant del Beagle, Robert FitzRoy, en un retrat d'abans de 1865 (esquerra). Richard Evan Schultes amb indígenes de l'Amazònia, el 1940. Font: Wikipedia
El comandante del Beagle, Robert FitzRoy, en un retrato de antes de 1865 (izquierda). Richard Evan Schultes con indígenas de la Amazonia, el 1940. Fuente: Wikipedia

Por último, un breve comentario: estas cuatro grandes historias (y muchas más similares, como la de la Expedición Antártica Australoasiáticos de 1911-1914, dirigida por Sir Douglas Mawson, en la que murieron varios científicos, que por desidia del gobierno de Nueva Gales del Sur no vio publicados sus resultados hasta 1948…) comparten un aspecto triste que ya he ido tocando. Los científicos fueron, en todas ellas, víctimas de la burocracia, en algún caso hasta el martirio. Sólo una tenacidad heroica les permitió perseverar hasta finales dramáticos. La lección que se puede sacar aún es útil: los conflictos entre científicos y burocracia más bien deben considerarse como una constante y los ejemplos que comento son sólo casos extremos que llegan a la tragedia.

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